jueves, 15 de julio de 2010

Armar el corazón.


El edificio estaba allí, vacío, desde que ella tenía memoria. Cuando era pequeña pasaba a su lado con mayor frecuencia, de la mano de su abuela, camino de los hogares de familiares lejanos de los que rara vez lograba recordar el parentesco. Y mientras la mujer tiraba de su brazo, con premura, ella giraba la cabeza, diadema de tela coronando su corta melena, y clavaba los ojos en lo que le parecía un imán, un refugio en mitad del caos de la ciudad, un lugar donde sentirse segura frente al mundo, donde nadie podría jamás encontrarla, donde se respiraba una paz que invitaba a sentarse a pensar: el edificio de la juguetería, con colecciones de muñecas pasadas de moda hacía años asomando a los escaparates.

"¿Quién vive ahí, mamá?", y su madre, o su abuela, cualquiera de las dos, levantaban la cabeza hacia los pisos superiores antes de que sus respectivos esposos tuvieran tiempo siquiera para abrir la boca. "Nadie cariño, ahí no vive nadie", mascullaban aligerando el paso. Y tiraban de la niña, temerosas de que uno de los balcones descoloridos le cayera encima.

Después ella fue creciendo. Las inquietudes infantiles comenzaron a desdibujarse en su mente, atestada de fechas y datos (estudia, estudia), lecciones de moralidad ya caducas, imposiciones sociales y la presión de madurar; las visitas a difusos familiares se fueron espaciando en el tiempo y sus ojos solo se posaban en el edificio de la juguetería de reojo, desde la ventanilla de un coche en marcha, durante un instante tan diminuto que la nostalgia apenas sí llegaba a instalarse en ella. Creció, sí, con todo lo que se quiere que ello implique, y se desvinculó de sensaciones vacuas y humo de sueños. Ya no había paz; ya no había magia. Los paseos con su madre por el centro de la ciudad le fueron grabando en la mente una única y repetida frase: "es una pena, tanto edificio vacío se ve feo". Hasta que un día se dio cuenta, en una mirada de reojo, de que la juguetería había cerrado.

"Juguetes", rezaba un rótulo azul en la pared gastada, mortecina. Y ella miró a los dos lados con sigilo, vigilando que nadie se percatara de su existencia, antes de extender el brazo tímidamente para rozar las letras con la yema de los dedos. Juguetes. Caballitos de madera, peonzas, canicas, muñecas de trapo, camiones de bomberos. Sus ojos cerrados, acariciando la pared. "Es una pena, tanto edificio vacío". Las rejas de la juguetería cerradas, y más allá silencio, silencio desbordante que inundaba toda la casa, que hacía temblar las visagras de las ventanas y las vigas de las paredes, que envolvía con un aura especial a todo el edificio. Juguetes.

Y ella, ya cualquier cosa menos niña, se dio la vuelta rompiendo con todos los preceptos de madurez, con las normas tragadas sin reproches y con la falsa moralidad de lo establecido, en una promesa tácita, como las que tan solo una mirada hace falta para ofrecer a un buen amigo, de volver y salvarlo. Magia, aquella casa tenía magia. Y volveré, te lo juro, volveré a refugiarme en ti.

Vamos creando espacios,
abriendo puertas, tendiendo puentes,
cerrando bocas, sumando gente,
buscando grietas, haciendo frente
para la insurrección que ya se está fraguando en tu mente.

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