domingo, 12 de diciembre de 2010

Lagrimal de periferia.

Para ir a casa de mis abuelos hay que coger un desvío en la autovía del Mediterráneo, seguir durante unos seis kilómetros, y bajar a la ciudad por la primera salida para Murcia. La cola de coches suele ser larga, a dos carriles, y siempre da tiempo de mirar por la ventanilla para mirar el paisaje: a la derecha el río, algún que otro ciclista por el paseo, las decoradas ruínas de lo que fue una más de esas fábricas inútiles; a la izquierda un redondel de césped, o de algo que pretende serlo, botellas vacías y bancos pintarrajeados.

Al girar en la rotonda te incorporas a una carretera que previamente ha recorrido el corazón, si es que lo tienen, de todos los pueblos cercanos, y que ahora se dirige a la Plaza de Toros. A terminar de rematarlo, supongo, pobre corazón. Y justo ahí, en el vértice de los corazones con las litronas perdidas y el maremágnum de automóviles, se encuentra el edificio más curioso que, a mis seis años, yo podía imaginar.

Cuando somos niños poseemos una capacidad de observación que se lleva, a veces, hasta límites insospechados. Conforme crecemos, tendemos a ir descuidando los detalles más importantes de la vida, desaprendemos a observar. El edificio era redondo, casi un cilindro perfecto, y tenía en su cara más visible un portón enorme que siempre estaba cerrado. Las escaleras que llevaban hasta él siempre estuvieron, en mi memoria, atestadas de gente. Pero nadie entraba por él.

La primera planta carecía de ventanas, y las que aparecían en los superiores eran pequeñas y cuadradas, impolutamente cerradas. Las dos columnas blancas que anunciaban el portón nunca fueron realmente blancas. Y la gente, siempre la misma y presente sin tregua, daba vueltas y vueltas, inmóvil, al cilíndrico edificio, esperando su turno para llegar a, suponía yo, una entrada lateral que desde la ventanilla del coche de mis padres no pudiera verse.

Nunca supe qué era ese edificio. Nunca pregunté si la gente que lo rodeaba hacía turnos para algo o simplemente se habían acostumbrado a vivir allí, de pie, esperando nada. Quizá porque intuía que hay misterios demasiado bonitos como para arriesgarse a que estallen en mil pedazos una vez desvelada la respuesta.

Hace un tiempo volví a pasar por allí. Que no se me malentienda, es casi un camino diario, pero hace poco que estoy tratando de recuperar la capacidad de observación, y a una todavía se le escapan ciertas cosas. El caso es que las columnas seguían sucias, y el portón estaba cerrado, y la misma gente que hace diez años se apelotonaba ordenadamente alrededor de la circunferencia de ladrillo.

Y en la pared, a la altura a la que deberían encontrarse las ventanas que abren los hogares al mundo, alguien había escrito dos mensajes. "¿Burocracia o Apartheid?", decía el primero.

Y sentí que un escalofrío me recorría el cuerpo al leer la segunda de las frases estampadas sobre la Oficina de Extranjería: ¿De quién es el Mundo?




Il y avait un jardin qu'on appelait la terre...

1 comentario:

Javier dijo...

"Que no se me malentienda, es casi un camino diario", has roto un tópico con muchísima elegancia, en general, es una elegancia al servicio de la sociedad, me encanta :D