viernes, 18 de marzo de 2011

Perdón por los bailes.

"Eres dura, tú". Y así, de golpe, me doy cuenta de que últimamente sólo escribo sobre mí misma. Se me enciende la alarma sentada sobre la mesa, mientras él se esfuerza por hacer bajar por su garganta un trago de ron que acaba de pegarle a mi taza de Mafalda. Y mientras la niña de pelo moreno, idéntico al que luzco yo ahora, gira con rictus amargado el dial de una radio de mesa (como la de la cocina de casa, que mi madre encendía todas las noches para cocinar, aunque no le gustara lo que contaban en ese momento), mi mirada se posa apenas un segundo sobre la portada de un periódico que anuncia algo relacionado con el espacio aéreo de Libia, mierda de mundo.

Después me encojo de hombros y le arrebato el vaso de entre las manos, sosteniéndolo entre las mías como si de café caliente se tratara. De fondo no se oye más que música de un bar cercano, mezclada con preguntas borrosas de algún juego de preguntas, de esos que tratan de emular a la vida solucionando todos los problemas mediante un test de tres opciones. Bravo, ganó usted la ficha naranja.

Yo no sé dónde está mi quesito marrón, sinceramente, ni el azul ni el verde ni ninguno de ellos. Quizá debería dejar de beber por las noches, cesar con este martirio continuo que me hace sentirme mal conmigo misma, preguntarme si quizá no soy sólo una jodida hipócrita más, si no sería mejor dejar de creer que creo algo para simplemente sonreir a la tristeza. Y así, de golpe, me doy cuenta de que últimamente sólo escribo sobre mí misma. De los momentos buenos y de los malos. Aunque también es posible que tiempo atrás hiciera lo mismo, que sólo ahora me dé cuenta.

Pero hoy, hoy había césped. Pero hoy, hoy hacíamos Sol.

sábado, 12 de marzo de 2011

Ponme la mano aquí, Macorina.

Te prometo que cuando llegué aquí no pensaba emborracharme. Pero ahora he abierto la botella, fíjate tú, y no tengo ganas de echarle cocacola y no puedo parar de pensar en la otra noche, esa en que después de cinco meses volví a estar viva.

He abierto la ventana, a pesar de que sé que al otro lado no hay más que noche. Noche mojada: como en todos los momentos importantes (o deprimentes, qué más da, o de euforia comprimida), el cielo está llorando. Y yo me castigo harta de repetir las mismas imágenes, los mismos sonidos, las mismas palabras, en un esfuerzo inútil de superación personal, de catarsis vital.

Me dedico a perder las tardes. O a ganarlas, qué más da. Quizá es que existe una seguridad más allá de los abrazos, que solo la lluvia y las trompetas pueden proporcionar. Y el ron de caña. O eso, o hace tiempo que perdí el juicio y vivo cuerda en este mundo de locos ("me gustan locas, porque las cuerdas atan").

Algún día escribiré de liberación sexual y de las pintadas de los muros de mi facultad, supongo. Y de (tus) manos palpando mi (tu) cuerpo, y de que el sexo vacío es un maldito colador repleto de agujeros (va, venga, haz la broma ahora), y de todas las jodidas necesidades emocionales, que al fin y al cabo son las únicas que merecen un esfuerzo por ser sosegadas,

Me gusta la palabra sosegar. Me sosiego tras caer dos metros en picado sujeta a la nada por telas naranjas y moradas, tras un orgasmo cierto o fingido, que si no es por necesidad puta (sí, necesidad pura y puta) sino por sentimiento, acaban siendo igual de bellos. Me sosiego tras quemarme la garganta y tras pasear desnuda por donde no debería; me sosiego tras arañarte la espalda o llorar muy alto o dar vueltas descalza cantando en mitad de la calle, rápido, rápido; me sosiego tras comprobar que me juzgan por lo que saben que soy y no por lo que llevan años creyendo saber.

Te prometo que cuando llegué aquí no pensaba emborracharme.

lunes, 7 de marzo de 2011

Toca otra vez, viejo perdedor.

Comienza su turno a las dos en punto. Entonces se sienta, se alisa el traje negro (camisa blanca), enarbola una sonrisa seductora y dirige las manos al piano. A su alrededor, aristócratas arruinados y señoras con abrigos de falso visón beben wishky caro en un intento desesperado de negar el presente. Y yo me pregunto qué le llevó a él, que difícilmente habrá cumplido los treinta años, a maltratar a Sabina en semejante agujero, con el pelo engominado y la mirada vacía de nada.

Me dan miedo los mundos que se esconden tras las personas. Y a la vez, nunca hubo nada que me atrajera tanto.

sábado, 5 de marzo de 2011

Noches de cristal.

Fuera hacía frío. Fuera llovía, durante ciertos momentos llegó a nevar; fuera, el viento arrastraba las hojas secas producto de un falso otoño en el tardío mes de febrero, obligaba a las viejas encinas a inclinarse todas en la misma dirección, reflejo gastado de la sociedad de este nuestro primer mundo, hacía bailar en la nada danzas invisibles a los cabellos de los enamorados que paseaban por el parque cogidos de la mano, evocando un romanticismo decimonónico que nunca recordó tiempos pasados sino presente y ahora y abrazos y abrigos y chimeneas, y piel.

Sin paredes, sin refugios, el mundo de allá fuera se asemejaba al vacío. Planicie infinita, porque qué más dan los árboles (madera viva) y los bancos (madera muerta y barnizada) cuando el tiempo clama. Que cuando el suelo está mojado, mojado, y en el aire no se oye nada, solo queda enredarse entre mantas de lana con alguien a quien se ama de verdad, o condenarse al abandono, soledad en el vacío.

Fuera hace frío. Quizá si ella estuviera allí se sentiría así: sola en el vacío. Pero ahí dentro, dentro de sí misma, todo es distinto. Y ya no nota el rocío de la hierba traspasando su vestido, ni sus manos congeladas, el gorro calado, los pies azulados, no. Solo está el calor interior, que le sale del estómago y se extiende por todo, lo abarca todo. Y ya no hay vacío, ya no hay nada. Que fuera los enamorados se abrazan, sí, pero dentro, dentro su corazón late. Y cree ella, ingenua, que eso es más importante.