domingo, 31 de marzo de 2013

Aquellas manos.

Y me enseñaste a vivir.

Llevo contando tu historia cuatro años. Entonces, cuando empezó, yo ya sabía que iba a pasar este ahora, tanto que lo escribí e imprimí seis copias: una para mí, las otras para vuestras cinco direcciones postales. Se comían el mundo mis 17 años, esa necesidad de huir de la jaula, ese tenerlo todo tan claro, esa mierda de (in)seguridad que me hacía llorar cada noche. Me costó más de un año empezar a superarte.

Me acuerdo de las cuevas de Granada y de tus manos más que nada. El muro de la Alhambra tan de noche, los jardines, las doce horas escapando una a una como en el cuento de la princesa. La pared de la estación de autobuses de la que no conseguíamos despegarnos. El no saber cómo hacer las cosas porque joder, qué niño eras, qué niña era. Me diste la llave como por despiste, como si no me correspondiera a mí realmente: ten, para que salgas de mi vida cuando quieras.

Me acuerdo del modo en que se redujeron las llamadas: con excusas, poco a poco. Luego se hizo el invierno y yo lloraba cada mañana a las ocho en punto, camino de la Facultad, mientras llovía y sonaba la misma canción de siempre. Y millones de veces me señalé el pecho, poco más abajo de la clavícula, en mitad del abrazo ajeno para replicar ante la pregunta: es para que pueda salir de su vida cuando quiera. Me costó más de un año empezar a superarte.

Ayer hice la prueba. Y, ¿sabes?, me veo bien. Me siento bien sin tu presencia ahí, colgando del cuello. No ha sido premeditado, llegó de pronto. El jueves me desperté y me di cuenta de que ya no lo necesitaba, no necesitaba tu recuerdo para seguir adelante. Creo que te equivocaste de puerta al darme la llave: yo salí de tu vida hace tres años; lo que hago ahora es echarte de la mía.

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